escenas de un día cualquiera en la ferretería de los poetas

*


Entra un hombre que aparenta más edad de la que aparenta, con grandes ojeras y el cabello corto negro ceniciento.
–Hola. Necesito un litro de pintura.
–¿De qué color?
–Y… un silencio… algo así como jazmín hecho trizas en la sombra, pero algo marmolazo; como que se cagó de frío.
–No se diga más. Aquí tiene.
–¡Ah, genial! ¿Cuánto le debo?
–Serían tres soles de mimbre caucásico, de ése que ya no lastima si los ojos se desprevienen.
–Uh… subió bastante esto, ¿no?
–Sí: todo lo que es pintura se fue por las nubes.
–Bueno ¿Sabés? Ahora ando algo corto… pero esta misma noche te los sueño. ¿Dale?
–Listo. Hasta luego. Después traeme la imagen.
–¡Seguro! Chau.



*


–Buenas… ¿Tiene clavos? –pregunta el hombre algo pelado, canoso, con cierto aire a Galeano.
–¿Clavos para qué?
–Tengo que clavar unas mariposas en mi espalda, bah, yo no, yo no llego con los brazos, ¿vio? –y empieza a reírse buscando complicidad–. Pero también quería clavar unas sobre una tabla de terciopelo caliente, ¿vio?, que va sobre una viga, abigarrada está a la viga que la abriga.
–¡No me diga! –y el empleado rió también–. Mire –dice, mientras hurga agachado en los cajones bajo el mostrador–: tengo unos clavos especiales para superficies candorosas, ¿ve? –le extiende en la mano unas cuantas espinas de cactus con ojos como cabezas para remachar–. Usted martille el ojo sin miedo, que al romperse derrama un pegamento. No sufre.
–Deme quince mil.



*


Entra un joven de aire ausente, realmente sin presencia, aunque el empleado que lo saluda adivina un fondo, o una superficie, muy deshecho.
–Hola, emmm… yo necesito un alma.
–Uhh… –suspira el empleado, conmovido, y chista–. Th! Mirá: nosotros no vendemos; tenemos accesorios para alma, viste, cuando se rompen, se vacían, sangran, pero almas almas… –Se acerca al joven desconsoladamente blanco y le dice por lo bajo– en realidad no se permite entrar a las personas sin alma, es una regla del patrón, pero andá tranquilo (igual, no te va a doler); yo creo que podés encontrar en algún bar o alguna sala de teatro chiquito, ahí a veces se pierden las almas, qué sé yo… Buscá, y por ahí encontrás, en algún rincón. Si no, lo que te queda es esperar en alguna plaza al sol, a que se les caiga alguna a los tórtolos y ruede lejos sin que se den cuenta, pero eso ya es criminal.
–No, deje, deje, gracias –y empezó a irse sin pasos, deslizándose por las irregulares baldosas de piedra.
–¡Suerte, che!



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Entra un hombre. Es alto.
–Lamparitasss.
–¿Comunes?
–Sí, eh, de ideas, sí sí, comunes.
–¿Qué potencia?
–Y… estoy fundido, totalmente fundido. Como para cuarenta sonetos.
–75 watts.
–Bárbaro. ¿Qué salen?
–Quince bocados.
–Regio. ¿La probás?
–Cómo no –y enroscó el foco en un portalámparas de prueba; al presionar la tecla para encenderla, la lámpara estalló en una ola voraz de colores, texturas, sonidos, imprecaciones, vocablos exóticos e insinuantes, miradas, llantos, timbres de voz, lugares. Todo en un relámpago que dejó a todos los presentes aturdidos, abrumados.
–Estaba… estaba fallada –dijo al fin el empleado, recuperándose de la emoción.
–No importa. Yo ya tengo lo que necesitaba. ¡Adiósss!
–¡Atorrante! –masculló iracundo el pequeñoburgués que observaba.



*


Entra una dama púrpura que parece la resurrección del abismo prenatal en el deseo de quienquiera la contemple. Su color entre purpúreo y azul sombrío late, oscureciéndose hasta negro y volviendo, con su respirar.
–Hola. ¿Está el encargado? –pregunta con una voz del mismo color.
–Sí, soy yo. ¿Qué necesita, prodigiosa dama?
–Vendo el placer de mi secreto. No sé si le andan faltando voluptuosidades…
–Mmm… a ver, me voy a fijar en el depósito.
Cuando el encargado, único personal presente, se va, la mujer se apaga absolutamente como un cerrar los ojos de tristeza.
Al volver y no encontrarla, el encargado se pone a rabiar:
–¿Cómo la dejé pasar? Seguramente vivíamos un mes de lo que estaba ofreciendo. ¿O no sería de esas chistosas…?
Pero antes de que acabe de sospechar, la dama resurge de su ausencia o su silencio, no queda claro, y lo interroga paciente con ojos de los que desatan guerras.
–Eeeeh –trastabilla la cabeza del encargado–. ¿Cuánto está pidiendo por cada pliego?
–No mucho, algo para comer nada más. Algunas esperanzas, algo de paz. Si usted quiere le doy todo por un puñado de perseverancias, para pasar la semana.
Al oír el “le doy todo” el corazón del encargado sufrió un no pequeño estrangulamiento al nivel de la garganta, pero luego volvió en sí (o en otro, en esos casos ya no se puede saber), y ahora decide no aprovecharse de la incandescente desdicha de la dama que sin saberlo tiene una mercadería muy preciada y buscada, y anda regalándola por ahí. Carraspea.
–Mire, mi estimada dama. Primeramente permítame decirle que es un honor para mí y para esta institución que usted esté presente aquí. Segundo: lo que usted tiene vale mucho, pero mucho… como mínimo yo tendría que darle todo el amor del que nos escribe, ¿me entiende? Y yo, la verdad es que me salvaría tener esa cantidad, pero no la merezco aún, nunca la he tenido. Pero yo le pido encarecidamente que me espere, así yo puedo reunirla. Por favor, espéreme, tal vez en sólo un par de años puedo conseguir lo que vale. Deme ese honor; considere que yo soy el primero que le dice la verdad, y usted podría estar ahora derrochando todo su océano nocturno sin saberlo. Déjeme que le dé como seña toda la paciencia, la entrega, el coraje que tenemos aquí; serán unos veinte kilos de cada uno, y ante todo lo que guardo con más celo desde siempre: una plantita de ternura que sembré hace ya veinte años y de la que jamás he cortado una flor.
Escuchando todo esto, la incandescencia bruna se fue deteniendo en un tono de púrpura que se iba incendiando cada vez más con infusiones carmesí y rojo, y hasta atisbaban destellos blancos, envueltos siempre en cápsulas de callado trueno azul. Hacia el final de la oferta, el propio rostro de la dama empezaba a mutarse, impredecible pero inminentemente, hasta que el color de su detenimiento hizo evidente que se aproximaba una sonrisa, y probablemente, lluvia de estrellas oculares. Advirtiendo esto, el encargado empalideció de horror y suplicó:
–Dama mía, por favor, tenga la piedad… estamos en un lugar cerrado, hay cosas frágiles, hay combustibles, podemos sucumbir si la mercadería se entera…
Ya el rostro de la dama empezaba a ser una aurora insoportable para las cosas de este mundo cuando los sensores del cielorraso detectaron el crepúsculo y se activó la alarma contra paroxismos, descargando una tibia lluvia de escepticismo en todo el local, cubriendo a los presentes con sus tropos.
La lluvia, que no mojaba a la dama, fue apagándola en un contracrepúsculo desgarrador que se llevaba al peligroso sol otra vez bajo su horizonte, y se llevaba a la dama otra vez hacia su ausencia absoluta, pero esta vez se leía en lo que quedaba de sus ojos sin sol atardeciente que se iba para no volver. La lluvia no pudo apaciguar la desesperación que hizo presa del encargado al ver la promesa convertirse en puro espejismo; empezó a temblar contraído, incrementando el volumen de su cuerpo; la lluvia recrudeció aún más pero no había forma de controlarlo. Al fin, se fue del mostrador hacia el depósito y la alarma, cuando la vibración acabó de acabarse minutos después, se desactivó.
A los diez minutos, un empleado lo rescató. Había tratado de suicidarse ingiriendo un bidón entero de resignación, cuando la dosis máxima soportable para la vida humana es medio litro. Lo llevaron de inmediato al Hospital del Desesperado, todavía con signos vitales. Evidentemente, tenía más de lo que creía para ofrecerle a la dama.




*


Una señora mayor entra ayudada por un bastón y espera su turno. A un costado hay un niño de grandes ojos y grande boca, que mira hacia la calle, como atento a algo que por supuesto no es la calle.
Un empleado se acerca, saluda e inquiere.
–Está el chico antes que yo –contestan sus setenta años.
–No, no se preocupe. Es un fantasma.
La señora abre los ojos hasta tenerlos como los del chico, cosa que en general significa bastante asombro, y mira a ambos varones alternativamente.
–Sí –insiste sonriendo el empleado–. Vea. Tóquelo.
La señora, que no se detuvo en sospechas ni miedos, extendió (eso sí, lentamente) su brazo y en su brazo su mano y en su mano su dedo índice hacia el niño, que seguía exactamente en la misma posición que al principio. Al llegar el dedo de la señora a la cara del chico, se topó con el frío.
–Ande, meta sin miedo.
El dedo avanzó tras la superficie del rostro, sumergiéndose en un líquido parecido al agua, pero un poco más denso, y que tenía la curiosa propiedad de incitar a quedarse a lo que estuviera dentro.
–Está de oferta. Acaba de llegar, importado. Inspiración de primera calidad.
La señora lo miró con los ojos del doble de tamaño y el aliento cortado. De pronto, su ceño se frunció: había reaccionado.
–Pero, ¿qué ferretería es ésta?
–La ferretería de los poetas.
–¡Ah! ¡Disculpe! –ostentando todo lo posible su enfado para contrarrestar su humillación–. Me confundí. Yo buscaba una de las normalitas.
–Qué se le va a hacer –condescendió el ferretero–. Hasta luego.




*


Un señor calvo, algo gordo, entró con aire preocupado.
–Buen día. ¿Tenés adjetivos para soldadora?
–¿Qué tiene que soldar?
–Mirá –dijo luego de un fuerte suspiro–. Tengo un sustantivo, que trae el hilo de la frase, ¿no? Es “aprendizaje”. Y después viene “`por tus manos”, que son las que enseñan, ¿me seguís? Y tengo que soldar el aprendizaje con las manos, con un adjetivo, de tres sílabas, que dé a entender que el aprendizaje lo dieron las manos.
–¿Probó con brindado, creado, etcétera?
–Sí… sí… pero no, no sirve eso, es muy flojo, traté y se despegaban a los diez segundos, y se me cortaba todo el hilo de la estrofa. No: yo necesito algo fuerte, intenso, que los suelde bien, ¿entendés? Tengo una soldadora de ésas de antes, ¿viste? Y vos le ponés uno de esos adjetivos berretas y no te los agarra. Por poco se me arruina cuando le puse ofrecido. Entraba, como antes va “aprendizaje”, ¿no?
–Espéreme un segundito que busco.
Durante la espera al cliente se le fue hinchando una vena del lado derecho de la frente.
–Aquí están. Tengo prendado, labrado (no sé si es compatible con tu soldadora), gestado, trabado, tramado, rendido, enredado, reunido, enlazado. De otra marca hay: tallado, bordado, calado, esculpido, grabado… No sé si alguno le sirve. Si no, tengo de la línea surrealista, que sueldan pero en arquito, ¿vio?, como dando un rodeo, un brinco en el hilo y vuelve, y ahí sigue derecho nomás.
–¿De ésos qué tenés?
–A ver: tengo tendido, tragado, cromado, soplado, bramado, arropado, cansado, ensopado, parlado, tronchado, limado, lanzado… bueno, hay más. Están mezclados con los lunfardos, ahora que veo. Uno especial, de mejor calidad en esta línea, que es un poco más caro, y le traería quizá problemas con la métrica, es vomitado.
–No, no, dejá, no me sirve eso. No, yo busco más para este lado…
Se quedó en silencio, cavilando, rumiando mentalmente cada vocablo ofrecido, especulando sobre su buen o mal funcionamiento.
–No, che, sabés que me parece que ninguno va a andar, no sé… Bueno, dejame que lo piense, y en todo caso vuelvo, ¿eh?
–No hay problema.
Antes de que el hombre saliera, el empleado, que se había quedado pensando, lo detuvo:
–Disculpe, señor: ¿no probó con soldado?
–¿Cómo dice?
–Claro: “aprendizaje soldado por tus manos”. ¿Eso no le sirve?
El hombre masticó unos instantes el adjetivo, y le gustó.
–Ahí está… –empezó a repetir con creciente alegría y volumen. Al fin, rió a carcajadas. Cuando se le pasó, le pidió un “soldado”, con una sonrisa soldada en el rostro.
El empleado anotó la palabra en un papel al que puso el sello de la ferretería.
–¿Cuánto le debo, amigo?
–No, deje, no es nada. No está en la lista de precios. Después me invita una observación. ¿Quedamos así?
–¡Pero cómo no! ¡Nos vemos! –dijo yéndose.
–Que tenga un buen poema.



*


El patrón está solo tras el mostrador, abstraído en sus pensamientos. Mira vagamente los productos de superchería que han dejado los proveedores minutos atrás: ídolos varios, mujeres, tótems, peluches, calendarios, prendas cotidianas de seres ausentes. Los artículos de temor en caja aparte, con las severas advertencias “FRÁGIL” y “ESTE LADO ARRIBA”; las consecuencias de parar sobre su cabeza a tales productos pueden ir de la megalomanía y el optimismo hasta el materialismo dialéctico. Afortunadamente para todos los seres de esta tierra, nunca ha pasado.
Nada perturba el ocio del patrón. Instantes más tarde aparece un joven de mirada cándida y mejillas coloradas, que espera callado a que reparen en él. Esto todavía se hace esperar un tiempo, pero al fin el patrón posa sus ojos distantes en el cliente.
–Hola –nada le responden–. Ando buscando un pituto medio alargado que lleva como engarzada una chapita en forma de L, algo gruesa. Con rosca.
El patrón, que se encuentra algo cínico en este momento y ha olido al pichón, sonríe.
–Sí, sí, cómo no… Acompañame al depósito que te muestro.
Enseguida se incorpora el hombre y se encamina hacia el fondo; el joven se apresura a alcanzarlo, y juntos atraviesan un oscuro pasillo atestado de estanterías con cajones, pilas de mercaderías y peligrosos vértices metálicos. Luego, al costado de una puerta que parece dar a un lugar más claro, quizás con alguna ventana, descienden por una estrecha escalera que da a un lúgubre sótano. Hay en él una lámpara amarilla que cuando no parpadea arroja despojos de luz mugrienta, mortecina, que cansa rápidamente los ojos.
–Por acá, por favor –comenta el ferretero a la vanguardia, como para infundirle seguridad al joven que de todas formas no parece bastante inquieto.
–En casa de herrero cuchillo de palo, ¿no? –dice el joven queriendo bromear.
–¿Por qué lo decís? –repone el patrón mientras atraviesa trincheras, vallas y otros obstáculos para llegar a la puerta del otro lado.
–No, por la lámpara –se acobarda.
–Pero si yo no trabajo esos productos, ¿de qué herrero me hablás? “Los poetas” ¿qué te dice eso a vos? Esto tiene toda una ambientación, un concepto. Un sótano es por definición semioscuro, macilento, angustiante, incluso te diría sofocante, insalubre, maloliente. Tiene que estar mal iluminado. Si no ¿cuál es mi honestidad como comerciante? Es más: nosotros producimos cosas como ésas, tenemos nuestra pequeña industria.
Llegando ya a la puerta como quien llega al fin de un señuelo, el patrón sonríe.
–¿Querés ver?
El joven está completamente acorralado por las normas de una cortesía que jamás se atreve a rechazar.
–Sí, claro –dice y traga saliva.
Cruzan la puerta que lleva a un estrecho pasillo lleno de derivaciones, con el mismo exacto nivel de iluminación que antes. Mientras avanza lentamente, el patrón va enseñando cada puerta con manos, gestos y palabras.
–Ahí producimos paisajes en aerosol; es nuestra elaboración más sofisticada, la última que instalamos. Ése del otro lado es el cuarto de pruebas para las motosierras que estamos tratando de poner a punto y sacar a la venta. Cortan estrofas, versos, prosas, palabras, lo que sea, a diestra y siniestra. Medio a lo bruto, pero se usa, en estilos rústicos, coloquiales. Además, esto es industria nacional, y acá no se hacen más las cintas métricas, en las que elegías la métrica que se te antojara y chau.
Avanzan al siguiente par de puertas.
–Acá a la izquierda hacemos máquinas de escribir, las que usan los best sellers, ¿viste? Tienen varios moldes para elegir la trama y cierto carácter estilístico, y después bancos de palabras: uno de sustantivos, otro de adjetivos, etcétera. Elegís las opciones, la hacés funcionar y se pone a escribir. Las lleva la gente, y no se han quejado.
El joven se anima a asomar al cuarto: se ilumina pálidamente con los destellos de una soldadora; ve a tres hombres trabajando, colocando pilas de tablillas con palabras en distintas cavidades de una gran caja metálica, conectando cables de distintas placas halógenas, armando pieza por pieza una impresora.
–Bueno, también hacemos las piezas para las máquinas, que se venden como repuestos. En ésta otra hacemos tornillos artesanales, hechos a mano uno por uno, con una rosca única que diseñamos nosotros. Calidad superior. Eso sí: cuestan lo que valen.
–¿Y para qué sirven?
El patrón se queda mirándolo fijo unos instantes, en completo silencio, y reanuda la marcha. El joven se siente humillado y guarda silencio por las dos puertas siguientes. Llegan a la última puerta, la frontal, la única con una verdadera puerta de madera y picaporte en vez de un simple umbral.
–Y ahora lo mejor.
Abre sonriente la puerta para entrar a una gran sala aún más oscura que el resto del sótano, ocupada por filas de pálidos sujetos sentados, con tubos cruzándoles el cuerpo, los cuales les introducen y extraen fluidos hacia recipientes erguidos a un costado. El joven se acerca con paso indeciso a ellos, azorado por la terrible visión, como queriendo refutarla al tacto que no tendrá agallas para usar.
–El producto más preciado y vital, la piedra preciosa humana y su savia motriz por excelencia: ¡la sangre!
En efecto, uno de los tubos que se conectan al cuerpo de los hombres inmóviles, huesudos y de mirada de insalvable agonía y agudo espanto, tiene un tono bermellón muy oscuro y espeso; sale del cuello de los desangrados e hincha la bolsa que regula por la presión el líquido extraído, deteniéndose rítmicamente para aguardar una nueva producción. Junto a ésa hay otra bolsa con suero, el cual fluye viscosamente hasta perderse dentro de las ropas.
–¡Alimento y arma de los viscerales, combustible voraz de los apasionados, condimento infaltable de comedias osadas, protagonista más que trillado pero jamás desplazado del terror, la acción, el drama, la sobornable pero insobornable al fin Muerte! ¿Qué podemos hacer sin ella? ¿Qué podríamos ser sin ella? A la vista o por lo bajo, explícita o implícita, literal o figurada, la sangre está en cada verso de un verdadero poeta, es la esencia, la fuerza, la pluma, la tinta y el canto. ¡Lo es todo! ¿Cómo entonces no dedicarse a producirla, para facilitarla a todos los perseverantes creadores que la ansían, que la necesitan como desesperados vampiros?
El joven empieza a oler algo feo en el ambiente, aunque a la vez trata de parecer interesado, y ya no por cortesía.
–Ajá… ¿y ellos la producen? –y se reprende inmediatamente por el comentario inoportuno.
–Desde luego son seleccionados para garantizar la calidad del producto; ahora están algo blanquecinos, gajes del oficio, pero al principio se los escoge por el color de sus mejillas, se ve a primera vista –el patrón toma un grueso palo que estaba apoyado contra la pared, sin ser visto por el joven, absorto en la imagen de los desangrados–, un buen ojo sabe encontrar lo que busca.
Le asesta un mazazo en la cabeza y el joven cae fulminado por el golpe proferido desde atrás. Un empleado que ha contemplado la escena se acerca para arrastrar el cuerpo hasta un asiento vacío del fondo.
–¿Lo ponemo´?
–¿Lo qué?



*


Asoma una mujer de anteojos al pelo con cuadernos entre los brazos, que al ver la gran cantidad de gente en el local, encuentra a un empleado desprevenido al otro lado del mostrador y pregunta:
–Disculpame, una preguntita así no espero: ¿tenés entre luces?
–¿De mañana o de tarde?
–De tarde.
–No, atardeceres me parece que no me quedaron. Pero ahora, en dos horas, tenés uno en la plaza. Nosotros, cuando se agotan, los sacamos de ahí.
–Gracias. ¡Ah! ¿Y máquina de inventar nombres?
–¿Castellano?
–Sí.
–Sí, tenemos.
–Ah, bueno. Entonces espero.




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pensamiento nº5534/3b

Debería dramatizarlo más y ocultarme a mí mismo. Debería considerar las responsabilidades de la caracterización, refundir los dos niños en uno, o invertir sus sexos, o modificarlos de algún otro modo; debería dejar que el artificio creara una superficie elegante y poner los hechos en orden; debería esperar y escribir de ello más tarde; esperar hasta que se me pase la bronca; no debería abarrotar la narración de fragmentos, de meros recuerdos de los buenos tiempos, ni de lamentos; debería hacer de la Emily algo bien modulado y persuasivo; no brusco y disyuntivo; no debería tener que pensar lo impensable, ni tener que sufrir; debería dirigirme a ella directamente (en esas cosas te echo de menos); y escribir sólo de cariño, debería hacer que nuestros viajes por este paisaje terrestre fueran sanos y salvos; debería tener un final mejor; no debería decir que su vida fue corta y muchas veces triste; no debería decir de ella que tenía demonios, como también los tengo yo.



(Rick Moody, Demonology)



(Aclaración: donde dice "Emily" debió decir "Meredith", pero por qué no te vas un poco a la)

silencio

 
 
Tu silencio piedra azul invisible en el desierto nocturno

tu silencio navaja lenta, ardor lento, hielo a fuego lento

tu silencio como el infinito, en un pozo, en un pie gigante

tu silencio asesino de esperanzas, torpezas, flores

tu silencio minando puentes cada vez más inútilmente sutiles

tu silencio puño cerrado en plena cara, hinchazón del pómulo

tu silencio mil nardos clavándose más y más en la piel

lenta rueda aplastando sin apuro mi cuerpo de pies a cabeza

tu silencio agudo grito, inaudible por lo alto y pavoroso

tu silencio calla.


Tu silencio murmullo de un arroyo nunca visto por los seres

tu silencio cadencia de estrellas en mis ojos y en mi sombra

tu silencio ventana a un fluir de ojos transparentes

tu silencio testigo de la muda vibración del aire, traspaso inmóvil

tu silencio de perfil que algo te está absorbiendo por completo

tu silencio carrera de plumas en cámara lenta bajo el sol

a la vez húmeda caverna soñada y polvo seco junto a la ventana

tu silencio pureza de momentos eternos aunque se olviden

tu silencio aventura de dos, poblarlo de magia

tu silencio de ha amanecido mientras nosotros en tu pieza

tu silencio incontenible gaviota dando vueltas

tu silencio habla.




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desentono



 
 
Seré de todos los colores menos del rojo, ese maldito chillón explosivo.

No acepta la suavidad del celeste, la austeridad mojada del gris, ni siquiera la soberbia magnánima del amarillo, que al ser al menos fuerte se deja tocar y ver.

Pero no, él hiere, maldito quisquilloso, malcriado histérico.

Un poco de mamá blanco nomás, y ya puede ser blando como un beso de boca nueva, o del profundo, insondable, majestuoso azul, y recapacitaría en el sano delirio del violeta, emborrachándose en remolinos hasta el día después, el marrón, la náusea, resaca de tantas vueltas.

Pero no, insiste en ser la incandescencia que descose toda la imagen, que hace sangrar las armonías, que exige ufana toda la atención para sí.

Que sea el negro pues, severo verdugo el que lo castigue, invadiéndolo, dominándolo, apagándolo, amordazando todo su ardor vital y detonante, que hace sentir a cada instante que otro mundo brotará de él como en un agónico vómito de energía; que le enseñe de una vez a respetar a su familia y a los ojos, que no alardee tanto de sus aires de contraste, que al fin deje a los demás hacer su danza en paz sobre el escenario, que la reanuden después de este desmánico “intermezzo”; que lo agote, que lo ahogue en una lúgubre nota de caverna que se va hundiendo en la ceniza del incuestionable volcán.

Ya los que se han quedado parados mirándolo con la envidia atragantada aún en la incomprensión, con sus parlamentitos en la mano aguardando tímidamente,

el exquisito ámbar, que estaba seguro de ser el asombro de la velada,

el grotesco verde mostaza, que había estado tanto tiempo para aprenderse sus seguramente disonantes palabras, condescendidas por los demás,

el áureo oro, tres veces campeón, erguido en su trono de sí mismo, lamido por todos los adulantes hermanitos menores que no comprenden aún, que sólo se encandilan,

el gracioso naranja, “el tío” naranja, con sus chistes nuevos y fresquitos arrugándose entre los puños iracundos, mascullando entre dientes “sangre de mi sangre…”,

(el místico índigo como una excepción, imperturbable con su aire ausente como siempre, la envidia del oro y del rojo también, tal vez por eso haya hecho todo esto –piensa el malicioso oro– para intentar inútilmente hacer decir una sílaba al índigo contra él, vanidoso exasperante)

el joven y moderno cromo, que se comenta en voz baja que es el plateado que se estuvo arreglando todo el año, metamorfoseándose y cambiándose el nombre para quitarse los años (y tal vez poder competirle por una vez de igual a igual al oro su trono de oro, cómo ansía el trono dorado),

la nena loca, otra rebelde sin causa, fucsia, que quiere ser el deseo de los fornidos cromados, con
sus dos colitas en el pelo, la nena,

su amiga del alma y mutuamente competidora secreta, lila, sabiéndose más linda y por eso alabándola tranquila, segura de sí misma,

(la otra excepción, el transparente, resignadamente considerado loco por todos salvo por el índigo –y, casualmente, el rojo– hablando sin que lo escuchen, gesticulando de todas las formas posibles sin que nadie pueda entender lo que está queriendo decir)

el verde paz, amante del canto soprano del amarillo con arreglos y base en fa menor del marrón y la danza solista del celeste,

ya todos ellos han formado un vengativo círculo que se va cerrando de a sigilosos, resonantes pasos, sobre el bribón que se sigue proclamando a sí mismo (si le entiendo bien) como alma y puente, que pretende destruir lo acordado por todos y ya preparado y dispuesto alegremente, lo que se ha hecho siempre y todos gustan de repetir, con palabras incendiarias, paroxísticas, convulsas, desesperadas, como si fuera el último día del mundo, por favor, a qué tanto escándalo.

Si me preguntan, nada diré.

Por supuesto que no votaré por él.

Sí, me parece mejor, mucho mejor, que lo agarren así entre todos y lo calmen, y claro, si no se calma que lo repriman, que lo disuelvan,

que ni se mueva papá negro, con sus graves cejas y su garganta como atorando una sentencia que mejor si no dice, sí, que ni se gaste,

mejor si lo hacen los hermanos, para que después no anden diciendo que hay autoritarismo.





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vuelta a casa


 
 
Madre del dolor, si estás ahí, escuchame. Soy yo, tu viejo siervo, tu viejo cachorrito, primero tímido, después bocón, después arrogante, y al fin…

Ya sé que te debo muchas disculpas; mi fuga la primera. Sé que no sos ciega, aunque lo aparentes e incluso juegues a serlo. Lo sé, porque sos mi propia madre.

¿Cómo no habría yo también de desgarrarme al partir, buscando que ese horizonte que prometía olvido se acercara en algún momento y se hiciera un lugar, un nuevo hogar, donde podría muy bien renegar de mi pasado y carcajear e inventarme yo mismo mi propia identidad, mis nuevas raíces ya no húmedas de llanto, ya no ancestralmente amargas, sino “¡puras!”, “¡jóvenes!”…? Cómo he blasfemado, mamá, qué insolente fui.

Y ahora lo veo. Si estoy aquí (no me preguntes dónde tengo los pies, por favor, no seas tan severa, dignate a recibir esta humilde mirada), si estoy aquí es porque ya comprendo, y ahora veo con la claridad del tiempo y de la desventura, ya sé, la que me podría haber ahorrado, la que según tus palabras pretendías ahorrarme, por mi bien… Era un niño, nada más, y sabrás de sobra que era un niño asustado: todos los que se van con grandes bocas hinchadas de burlas y proyectos, grandilocuentes y casi siempre hurtando algo de la cocina, todos esos pequeños tontos vanidosos, se van con un miedo terrible. No debe haber miedo más grande que el de ir a comprobar una fe, esa la primera, la única.

No es que esté arrepentido de mi decisión, mamá, aunque sí te pido disculpas por todas esas palabras que eran absolutamente imprescindibles para que pudiera desprenderme de vos, para darme valor, para crear lo irreparable, y que desde hace tanto tiempo están de más en esa escena.

Me asombro de ese fuego, de esa inocente audacia, ¡hasta le di propina al primer mozo! Todo habría terminado más rápidamente si de paso me hubieran sonado los mocos, pero habría sido fatal: en realidad necesitaba de este largo tiempo de haber probado los manjares, de haber sentido la culminación del éxtasis, y, te lo aseguro, sin ningún remordimiento, tenía que llegar a esas cimas plenas de vibrante gozo, de emoción húmeda que aún ahora y nunca dejará de hacerme arder el pecho y la garganta. Y es precisamente por ese ardor, madre, que aquí estoy, que mi frente está bien seca y ya no te tiene miedo, que ya no es un corazón inocente, que ya nunca jamás podrá ser ojos ciegos, aunque toda la niebla del mundo los obligue, aunque el mismo carozo amargo y comprimido que habita mi pecho sea un mundo de tinieblas, un pequeño cuarto perdido que ya ni recuerda las telarañas de alguna vez.

Estoy cansado, madre, estoy triste, estoy vencido. Ya lo sabés, con sólo mirarme. Es más, seguro que desde el principio, desde el primer día lo viste todo, supiste exactamente cuándo iba a volver, reconociendo así que lo que yo estaba haciendo tenía sentido, y era lógico, y… y… valía la pena.

¿Me darás esa indulgencia? ¿Tirarás de un empujón la balanza porque después de todo soy tu hijo!, y aquí estoy llorando en tus rodillas no como un niño, no como un pobre huérfano asustado, sino como un viejo, madre, como ya tu hermano! Si vos no envejecés nunca, si ya no podrías envejecer ni un minuto más, y a mí no me falta mucho para alcanzarte, si ya este carozo está duro y no puede más, y hasta brilla la gruesa capa de cenizas que lo recubre, donde, luego del fin, se depositará la nieve, y, sobre ella, el polvo.

Ya no estoy para chistes, má, no te haré ninguno. Sé que vos tampoco, no sos tan cruel, es más, sos la compasión, el condoler, el consufrir, el compartir.

Te prometo… ¡bah, ya basta de esas huellas de aventurero! Nada más te digo que vengo a quedarme callado, que no alzaré voz ni brazos, que ya estoy consagrado a lo que siempre fui, a lo que si alguna vez soñé con dejar de ser, fue por creer en el horizonte. Ésa será la frase con que me despida, eso tal vez sea lo único que salga de esta indiferente franqueza a mi lejana, lejana superficie: “No se puede llegar al horizonte. Es un invento de los ojos”. Y lo diré sólo si me lo piden, y sobre todo, sólo a quien yo esté seguro de no poder convencer. Porque, madre, te diré una cosa: éste es mi hogar, es mi eterna casa, pero nunca dejará de ser mi eterno espanto; esto es horrible, mamá; si no fuera de tu sangre no podría mirarte por el asco y por la fiebre, y a nadie deseo que me acompañe en este destino.

Pero yo me quedaré, má, y ahora es para siempre (como siempre lo fue), aunque allá no me lo crea, aunque crea ahora despertarme de un angustiante sueño, aunque no sepa luego nada de todo esto. Será nuestro secreto. ¿Me recibirás ahora, mami, perdonarás, má? ¿Eh?

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y ya que estás subite a éstos...







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