7

Les decían “los loquillos”, “los pibes”, “la bandita”, “la pandilla”, “los hippoteros”, “los alegres”, “la familia”, etc. Eran fácilmente identificables por su presencia compacta, que se trasladaba de la misma forma a cualquier parte. Por esto, los más maliciosos también les decían “la secta”. Iban todos juntos a todos lados, siempre el mismo grupito en las plazas, los recitales de rock, las marchas políticas, los festejos populares, las calles en movimiento. Hasta que encontraron la casa.

Fue en un paseo que, por una de esas casualidades, no dieron todos juntos, sino sólo cuatro de ellos, Federico, Sabrina, Lucía y Patricio, por la avenida Monteverde. A la altura de Bejarano y Chaumeil encontraron esta casa desgreñada que, como una simple invitación de la vida, tenía la puerta abierta. Desde luego que no se detuvieron a pensarlo, entraron de inmediato y cerraron la puerta tras de sí para revisar la casa que, ya por esa falta de cuidado, ya por su frente semidestruido, ya por lo que pudieron husmear del patio interior desde la puerta de chapa del costado, parecía estar abandonada. Después, al comentarlo con el resto del grupo, comprenderían el enorme peligro que habían corrido al meterse tan despreocupadamente en una casa desconocida, y, para colmo, encerrándose a sí mismos dentro, sin imaginar ni por un segundo si había o no gente en ella.

De todas formas no había nadie, salvo alguna rata huidiza que dejó escuchar sus veloces pasitos, un par de murciélagos que hallaron durmiendo en un cuarto, y la humedad que se comía las paredes. Los cuatro amigos estaban en el paraíso. En el corazón de la pequeña ciudad que ya estaba agotando todas sus ofertas habían hallado un tesoro escondido, una guarida perfecta, un verdadero corazón para su vida inseparable. No sólo era una casa, lo que le daba en el acto el título de tesoro escondido; era una casa grande, era una casa con patio, con cocina y baño y cuatro ambientes más, y otro cuartucho al fondo que parecía un lavadero o un depósito, habitaciones que les hacían abrir cada vez más deslumbrados los ojos y proferir exclamaciones de alegría a medida que eran descubiertas. Y como si con esto no hubiera sido suficiente para que ése fuera el día más grandioso de sus vidas, no sólo era una casa grande, destartalada y hermosa, y esto los hizo emocionarse visiblemente: era una casa amueblada. Tenía pequeños cuadros insulsos en las paredes del pasillo de entrada; luego, a la izquierda, en la sala mayor, sobre las tablas de madera del piso había dos sillones blancos impecables, en perfecto estado aún, y un extenso banco de madera que pronto moverían al patio antes de destruirlo. Además, la lámpara, que como todas las lámparas de aquella casa no funcionaba, estaba envuelta en una pantalla esférica de papel, que hizo que Sabrina se largara a reír de la emoción cuando empezaban a jugar con la idea de instalarse. En la pieza contigua había un escritorio de madera y una silla, y en la que seguía atrás se amontonaban colchones y almohadones mugrientos junto a artefactos obsoletos tapados por la oscuridad. En la sala contigua una mesa redonda les decía con su silencio de desconocida que pronto sería la mesa de sus vidas, que allí jugarían innumerables partidos de cartas y juegos de mesa, y escribirían toneladas de papeles y olvidarían pilas de abrigos y discutirían hasta la carcajada antes de volver a comenzar. En la cocina del fondo ¡había una heladera!, que por supuesto tampoco funcionaba, cosa que no le importaba a nadie en lo más mínimo. Casi por último, como una frutilla del postre, una pizca, un detalle para hacer inmortal todo aquello, en el depósito junto a la cocina había por lo menos veinte envases vacíos de cerveza, lo que quería decir adiós vales, adiós apuro porque cierra el kiosco, adiós míseras preocupaciones, adiós, adiós.

Y sin embargo, se les había pasado por alto lo mejor. Es que la euforia de ese hallazgo descomunal cegó la afinada percepción con que habían entrado los cuatro exploradores. Cuando salieron al patio eran chanchitos contentos que bailaban de felicidad, se abrazaban, saltaban, se colgaban de los postes que sostenían el techo que cubría medio patio, de las ventanas, de todos lados. Lucía y Patricio, que eran la primera parejita del grupo, se besaban con labios tirantes que no podían dejar de sonreír ni besarse. Ese patio sería quizás el regalo más hermoso de todos esos pedazos de cielo terrenal que la vida les estaba dando con generosidad infinita, como si ni se le hubiera ocurrido, como un premio de honor por quién sabe qué enorme mérito.

Entonces se quedaron directamente en el patio, ya que era primavera ascendente y la tarde era cálida y el cielo se bañaría con todas las hermosas variaciones fulgurantes del azul, recortado por la medianera y el techo que corría a lo largo del patio, y los edificios más o menos cercanos, y la cerrada red de ramitas que formaban una pequeña parra en la parte en que el patio se hacía un pasillo que iba hacia la puerta de chapa que daba a la calle. Y atardeció y anocheció en efecto, y luego de dar tres vueltas más por la casa se fueron a buscar a los otros para pasar la noche allí, festejando el regalo que quizás durara un solo día, mayor razón para festejar cuanto antes y lo más posible.

Probablemente para entonces ya había sonado el nombre con el que pronto la bautizaría el habla colectiva: 7. Ese nombre surgía de la costumbre que tenían de llamar a las calles por su número y no por su nombre, y de que la calle en la que se habían topado con una puerta abierta era la calle 7.

En media hora estuvieron todos en la sala grande, la que daba a la vereda por dos ventanas cuyas persianas no creyeron prudente abrir. Y entonces uno que recién llegaba, Antonio, descubrió bajo sus pies un cuadrado marcado en las tablas de madera del piso, y una manija de metal. El estallido fue unánime. Se alzaron los gritos y se empujaron los varones para abrir y ver primero que nadie lo que abajo aguardaba. Para ver bien debían esperar demasiado, alguien tendría que ir a buscar una linterna a su casa, nadie estaba dispuesto a esperar tanto. Sacaron todos los encendedores que tenían, en total cinco, de los cuales encendían sólo dos, pero recurriendo al viejo truco de encender con la chispa de uno sin bencina la bencina de otro sin piedra, lograron llegar a cuatro mientras pudieran mantener apretado el botón los portadores. De todos modos no se lograba ver nada, pero, milagro de los milagros, como una lógica inquebrantable de la providencia, una chica audaz, Dalila, buscó y encontró velas en un cajón de la cocina. Los escalones apenas aguantaban el peso de los cuerpos, doblándose hasta el límite de la flexibilidad. Además ya había dos escalones rotos, que debieron saltear sin movimientos bruscos. Abajo el espacio no estaba ocupado, como en todos los demás rincones de la superficie de la Tierra, por aire. Aquí lo que llenaba de extremo a extremo el espacio eran las telarañas, fundidas en un denso bloque que casi hizo llorar de éxtasis al primer explorador. Luego, al expandirse el rumor gritado, ya todos supieron lo que aguardaba y la felicidad no tuvo excesos. No, hasta que los privilegiados que cupieron allá abajo vivieron los diez segundos más alucinantes de sus vidas; fue cuando a Antonio se le ocurrió arrimar su encendedor al bloque de telaraña frente a ellos, desencadenando un incendio de seda que se abrió hasta los extremos, borrando la blanca armazón brillante por el fuego, y abriendo el espacio al aire, como un universo que se expande.

Ahora el paraíso estaba completo. No sólo un salón para bailar, una mesa para comer, habitaciones para fisurar, un baño para encerrarse a vomitar, no sólo un patio para pasar días enteros; también un sótano para aterrorizarse, para desear ir todo el tiempo y no ir nunca, o para limpiar y convertir en el pabellón de los secretos. De todas estas posibilidades, la que se impuso fue la de convertirlo en el recóndito cuarto del amor, donde los enamorados o los borrachos hallarían la intimidad necesaria para desfogarse al promediar la noche, una vez que solucionaran el problema de las ratas.

Llegó la revisión más científica y pormenorizada, liderada por Camila, a quien le encantaba tomar el mando, seguida por la parte masculina del grupo, a la que le encantaba seguirle la corriente para reírse a carcajadas por lo bajo. Con esta revisión concluyeron que la casa no tenía luz ni gas, pero sí agua corriente, que era lo más fundamental, ya que el baño era la única condición excluyente para un asentamiento. Y con el heroico escarbamiento de Hernán, quien se aventuró entre los colchones que más que colchones parecían trampas mortales, llegó el otro gran descubrimiento de la noche, que superó ampliamente al sótano: un flamante tocadiscos, golpeado, rayado, pero no vencido, que se convertiría en la mascota de la casa, y en el responsable de la música del día y la noche hasta que se hartaran de los discos disponibles, cosa que no sucedió nunca.

A partir de esa noche el grupo de amigos redujo sus apariciones en los espacios públicos de manera abrupta. No hubo siquiera una discusión, un comentario; fue el impulso natural y unívoco pasar a reunirse directamente en 7, luego de instalar una nueva cerradura en la puerta y hacer una copia para cada miembro del grupo que evitaba por todos los medios autodenominarse como tal. Y Joaquín llevó una garrafa con hornalla para calentar el mate, los fideos y las sopas, y Sabrina puso un espejo en el baño para evitar la degeneración de las costumbres, y Federico cadenas con candados para reforzar la seguridad de las puertas que daban al patio, y Betiana un equipo de música que, como los demás aportes, ya se quedaría ahí para siempre.

Y empezó la decoración de 7, los dibujos en papel que se colgarían por todos lados, las inscripciones en determinadas zonas de pared, pero que por propuesta de Camila no se admitirían en el salón, salvo por los vidrios de sus ventanas, cuya capa de polvo era una invitación demasiado pura como para no posar allí los dedos e inscribir frases indelebles. Las velas inundaron los rincones, en cada esquina de cada habitación se iba formando un monte de cera que se convertía en el apoyo natural de la siguiente vela que lo alimentaría en un ciclo eterno. Conforme a que las reuniones se hicieron cada vez más nocturnas que diurnas, la luz de la vela pasó a ser la luminosidad natural para sus ojos, ya que durante el día se dedicaban cada vez más a dormir, en sus casas o en 7 que de vez en cuando se convertía en el alojamiento de todos. Pero desde el principio fueron muy estrictos en la confidencialidad, en el secreto absoluto sobre la existencia de 7, ya que de correrse el rumor, las consecuencias podrían ser para todos tan impredecibles como funestas.

Y empezaron a olvidarse las cosas allá, hubo guitarras que acabaron por ser expropiadas a sus originales propietarios para pasar a engrosar el patrimonio de 7, también una bicicleta que le quitaron a un hombre que los había empezado a insultar y que había terminado persiguiéndolos con la punta de una botella rota en la plaza cercana; esa bicicleta fue instalada con eminente orgullo, con un orgullo radiante en todos, ya que pasaba a ser el vehículo fundamental del grupo, con el que podrían llegar mucho más fácilmente al único kiosco del barrio que permanecía abierto toda la noche y que siempre dolía tanto tener que visitar, cuando se acababa la cerveza o los cigarrillos o era preciso satisfacer la gula general. Aunque esta facilidad tuvo la contracara de dar fin a esos siempre extraños viajes por la calle nocturna de tres o cuatro encomendados, en los que se vivía como un sueño despierto el contraste entre esa vieja, anciana realidad y la que se había impuesto como realidad verdadera y máxima, la realidad tenue y colorada, de sombras chinescas en las paredes y el lejano y oscuro cielorraso, la realidad saturada por una nube de humo espeso cuyo desenvolvimiento de formas en el aire era la forma del tiempo, que no daba pasos concretos y cortantes como el tic tac de un reloj sino que se deslizaba suavemente por el espacio, girando y envolviéndose a sí mismo, y expandiéndose lentamente hacia todas partes para chocar consigo mismo y mutar, sin llegar jamás a ninguna parte.

Pero esta desventaja fue solucionada la vez que Joaquín, que acompañaba a Federico sentado en el canasto donde llevaban los envases vacíos, en una carrera veloz y alucinógena por la vereda venció la resistencia del canasto al chocar la rueda delantera con uno de los innumerables desniveles del terreno que Federico no pudo ver por el bulto que era Joaquín y por el carácter alucinógeno de la carrera. Entonces volvió a ser necesario que fueran al menos tres al kiosco cada vez para cargar todos los envases, ya que a nadie se le ocurrió jamás soldar el canasto a la bici.

Llegó el momento en que desaparecieron íntegramente de cualquier otra parte, para la extrañeza de los vecinos y transeúntes y conocidos que solían verlos siempre en algún lado y pensar “ahí están esos…”, comentario mental que reemplazaron los más curiosos por “¿dónde estarán esos…?”. Y estaban ahí, en el paraíso, en su guarida, en 7, y era la época de mayor felicidad para todos, la época en que ya se sentían completamente en casa, completamente cómodos, pero todavía sin que la costumbre disolviera la novedad con su apagada placidez. Era el tiempo de las fiestas hasta agotar los bolsillos de comprar cerveza y las pilas del equipo de música a todo volumen, sin pensar un segundo en el vecindario, ya que eso quedaba del otro lado de las paredes del mundo, en esos grises lindes de la existencia, donde el frío (aunque afuera hacía a veces más calor que adentro, pero eso no cambiaba su imaginario colectivo) y el silencio (o peor, las bocinas y las motos tronantes de pobres imbéciles) señalaban que se estaba cerca del abismo, donde sí que terminaba todo.

Y llegó el día en que a uno, a Patricio seguramente, se le ocurrió la idea de hacer un asado. Y cómo no lo habían pensado antes. Empezó el tiempo de los asados en el patio, de juntar ramas por la calle mientras iba cada uno a 7 pensando que a la noche seguro que había asado, de ir a comprar carbón, de juntar la plata para la carne y el pan, de sacar la mesa redonda al patio vespertino para comer pasada la medianoche, mitad bajo techo, mitad bajo estrellas, y cagarse de risa hasta atragantarse y acordarse tarde de la ensalada y fumanchar en sobremesa horas y horas, y maldecir al amanecer por llegar tan rápido, pero irse de todos modos al techo para ver cómo todo clareaba y la realidad se desvanecía para dar lugar a la noche, territorio del sueño gris, coronada por la salida de un sol verdugo y vigilante, trayendo su propio tiempo a cuestas. Ya habría venganza para todos, ya la habría pronto, ahora era irse a dormir a sus casas para no despertar sospechas y vaciar el estómago para el asado siguiente.

Pero un día, o una noche mejor dicho, puesto que el sol aún brillaba en lo alto, la realidad se interrumpió de la manera más abrupta e insospechada para todos. Lucía llegaba primero que nadie esa vez, serían las dos de la tarde; metió la llave en la cerradura y no la pudo hacer girar. Trató y trató, hasta que, al sentir ruidos adentro, espió por la rendija de la llave y vio el cuerpo de un hombre desconocido que se acercaba con pasos amenazantes. Corrió con todas sus fuerzas hasta doblar la esquina, y allí se quedó, espiando desde lejos el frente del paraíso clausurado de manera incomprensible, hasta que una hora después vio acercarse a Hernán por el otro lado y lo llamó para contarle la nueva, y así con los que siguieron llegando, hasta que se formó en la esquina la primera reunión de la banda entera fuera de 7 en mucho tiempo.
La desazón fue, otra vez, unánime. El desconcierto, también. De vez en cuando pasaba uno con patético disimulo y se asomaba para husmear por el pasillo que daba al patio, pero sólo veía lo mismo de siempre, el patio como lo habían dejado la noche anterior y la puerta que daba a la cocina, al fondo, cerrada. Nadie atinó a hacer nada por un tiempo. Esa noche acabaron por volverse cada uno a su casa, para sufrir cada uno en su propio pecho la rotunda derrota sin asistir a la tristeza general.

La mañana siguiente se volvieron a juntar en la esquina, pero no todos, para no ser sospechosos. Claro está que no entendían que lo sospechoso era que no estuvieran todos. Hicieron guardia por horas hasta que vieron salir de 7 a un hombre alto, de complexión fuerte, de cabello corto canoso y barba, vestido de entrecasa. Tendría cerca de cincuenta años, pero quizás cuarenta. Dejó una gran bolsa de basura al pie del árbol frente a la puerta y volvió a entrar sin verlos. Pese a las oposiciones, Sabrina llegó al frente de la casa, y revisó la bolsa que el hombre había sacado. Los de la esquina oyeron, como si lo hubiera gritado dentro de sus cabezas, el ¡no! lleno de dolor que brotó de ella al abrir la bolsa, pero fue más elocuente la expresión de su cara que se quebraba, como si le hubieran hecho añicos el corazón. Sacó, lentamente, para que todos lo vieran, mientras todos agitaban los brazos para hacerla volver, el hermoso dibujo que Dalila había hecho alguna vez, y que había quedado colgado para siempre en la puerta del baño. Todos sintieron la misma patada en las entrañas al verlo de lejos, pero apretando el estómago llegaron a ella corriendo y se la llevaron mientras estallaba en sollozos y forcejeaba maldiciendo a ese hombre desconocido y a la vida, que quitaba todo con el mismo capricho con que lo había otorgado.

En esos días se los volvió a ver, en ciertas plazas y jardines, en veredas, pero ya no irradiaban la energía brillante que era la envidia de unos y la nostalgia de otros, ya no cantaban ni reían, e incluso empezó a faltar siempre alguno que otro, que había preferido quedarse en su casa, sepultarse en su cama. Las reuniones se hicieron cada vez más silenciosas, pues ni siquiera recordar en voz alta podían, por los nudos que se formaban en las gargantas al instante.
Hasta que un día Camila llegó radiante. Ella sola llegó con el aire de los viejos tiempos, desentonando demasiado con los demás; era inminente que algún lado contagiaría al otro, o chocarían y se dispersarían. Pero bien pronto ella decidió: no sin gran esfuerzo, pero con paciencia infinita, logró movilizarlos a todos hacia la casa de quien vivía más cerca, Hernán. Una vez allí, cuando todos estaban a punto de mandarla a la concha de su madre por la ofuscación que les producía su misteriosa alegría, les contó su sueño. Y los contagió. De inmediato empezaron a surgir ideas, saltando como pochoclo en la cacerola de sus mentes despabiladas por un baldazo de agua fría. Ideas, trucos, datos, risas, volvió la vida al grupo malherido en un destello sin duda agónico, pero, como en toda agonía, con todas las fuerzas que le quedaban a la vida.

Esa misma tarde todo estaba ya estudiado y acordado: el plan para la recuperación de 7 era un hecho. Todos volaron a sus casas con las listas cuidadosamente confeccionadas para no olvidarse de ninguna herramienta ni detalle, pues esa misma noche sería el intento, la única chance que tendrían de rescatar el paraíso perdido por sorpresa.

El punto de reunión fue otra vez la casa de Hernán, desde donde partieron a las tres de la mañana, divididos en pequeños grupos, cuasi celulares, de acción.

Cada uno de los grupos tuvo su turno para trepar a los techos por el sitio que se había convenido como el más apto, por su facilidad y discreción. Se trataba de un almacén situado al otro lado de la manzana, por cuyas rejas se podía trepar, apoyándose en las ventanas y cornisas de las casas vecinas. Los varones más hábiles subieron primero para ayudar a los demás en el ascenso final, que exigía una escalada demasiado difícil para los temerosos y los débiles. Llevó su tiempo la subida de todos, ya que cada automóvil o transeúnte avistado, por lejano que se encontrara, obligaba a interrumpir la operación, debiendo esconderse los de arriba y disimular una eternidad de tiempo los de abajo. Además, había algunos a los que resultaba prácticamente imposible hacer las cosas en silencio, y éste era un requisito excluyente, pues por el ruido excesivo o en un momento inoportuno que hiciera uno solo de ellos podía fracasar todo el plan, y todos sabían que había una sola oportunidad, y ya se estaba jugando.

Pero al fin todos estuvieron arriba, y todos con sus cintas adhesivas pegadas a la boca para evitar olvidarse del silencio, y todos apartados ya de la vista de la calle, con lo que empezaba la fase más complicada: la de llegar al techo de 7. Y esto no sólo por los difíciles tramos a atravesar, los que ya eran probablemente el mayor desafío práctico en la vida de cada uno, sino porque además había que hacerlo todo con pasos suaves de felino, para no llamar la atención de los que dormían o velaban abajo, y con la mayor velocidad posible ya que muchas ventanas de edificios daban a ellos, por lo que no sería nada prudente quedarse mucho rato ahí arriba.
Para pasar hicieron una fila india, manteniéndose cerca el uno del otro para ayudarse a seguir y sostenerse si alguno perdía el equilibrio. Esto pasó más de una vez cuando debieron atravesar una delgada medianera, tramo extremadamente delicado que Gabriela y Lucía estuvieron a punto de rehusarse a seguir, aun sabiendo que era imposible volver atrás sin perder el adelante. Acabaron pasando sentadas, lo que restó mucho tiempo y significó un enorme peligro de ser descubierto; Enrique, el más inseguro de los varones, las imitó.

Al fin llegaron al techo de 7. Al hacerlo, sus corazones se hincharon de alegría, por más que supieran que no habían ganado todavía y que quizás no lo lograran. Es que había sido tanto el dolor por el destierro repentino, sin siquiera la oportunidad de una despedida, que el solo hecho de volver a pisar su techo, bajo el cual estaba la cocina, el pisar un poco de su tierra firme, era ya gloria suficiente para festejar.

Pero no se detuvieron a festejar, desde luego. Ahora llegaba la fase final y no debían perder la concentración ni la frialdad, ahora menos que nunca. Con extrema cautela bajaron uno a uno, luego de dejar las zapatillas en el techo para enmudecer los pasos, al patio de sus amores, tan extrañado en esos días. Pero no había tiempo de contemplarlo ni de sentir esperanza alguna: había que actuar solamente. Cuando estuvieron todos abajo, vieron que la situación de las puertas era la misma de antes: todas cerradas con cadenas y candados puestos por fuera, menos una que se cerraba desde dentro. Probaron con sus llaves los candados y la puerta, aunque, como se imaginaban, ninguna funcionó. Entonces Patricio procedió a abrir la puerta con su viejo método de ganzúa, sin poder evitar el ruido pero convencido como todos de que ése era el único medio ya, o el mejor, lo que para el caso era lo mismo. Tras un minuto eterno de intentos fallidos que hacían sudar gruesas gotas a todos y temblar las rodillas a varios, y de pequeños ruidos que resonaban en las mentes de todos como potentes explosiones y alarmas, su mano giró noventa grados y luego más y luego más, y de inmediato Camila se irguió en una conminación a la quietud absoluta, exactamente antes de que empezaran los festejos y los aullidos agudísimos de las mujeres que, de haberse dado, quizás habrían terminado con todo allí.

Encendieron las linternas y le dieron una a Patricio, quien abrió con un movimiento rápido la puerta, sabiendo de sobra que si lo hacía lento las bisagras crujirían. Entraron tres primero a la sala oscura donde seguía estando la mesa, ahora ocupada por objetos extraños que no se detuvieron a inspeccionar. Cuidaban los pasos descalzos como si pisaran un campo minado. Así se acercaron a la puerta que comunicaba la sala con las habitaciones delanteras, donde seguramente estaría el hombre, y, quién sabía, más gente. La puerta estaba cerrada, pero era obvio para cualquiera con sentido común que no tendría llave ni cerrojo puestos, pues no había a quien privar el paso, además de que de noche es preciso despejar el paso hacia el baño de cualquier contratiempo. Los tres que entraron primero se apostaron contra esa puerta, mientras los demás iban entrando con el mismo recato a la sala. Los tres del frente se miraron con rostros en los que el terror y la adrenalina eran tan grandes que se empujaban a codazos en uno a la otra sin poder desalojarse, quedando ambos, tensos, compartiendo la misma cara. Se miraron los tres con el sudor chorreándoles por la frente, y contaron en silencio con las cabezas hasta tres. Uno. Dos. Tres. Y abrieron la puerta de un saque como la del patio y avanzaron echando luz con las linternas en una marcha febril, sin saber adónde iban hasta que enfocaron al hombre que se despertó tremendamente sobresaltado en una cama a la izquierda del cuarto, y sacaron los cuchillos de sus bolsillos y se abalanzaron los tres juntos sobre el hombre que los vio venir con un grito de pavor y alzando los brazos para proteger tan pobremente su carne de los metales afilados con esmero durante horas y horas. Las primeras cuchilladas dieron en sus brazos que no llegaron a hacer nada, y el grito se agudizó pasando del registro del pánico al del dolor extremo, y los chicos que, al contrario de él, seguían llenos de pavor, avanzaron con otras cuchilladas para llegar al pecho de aquel usurpador maligno, y uno lo logró en ese segundo envión, quebrando la defensa del hombre que, tirado en la cama, recibiría de allí en más todas las puñaladas sin mover un dedo, devolviendo sólo sangre por las heridas y la boca. Entonces los tres de la vanguardia hundieron algunas veces más sus cuchillos en la blanda carne del usurpador vencido, y luego se quitaron las cintas de la boca y llamaron a los otros para que se enteraran de la victoria y fueran a darle al hombre sus propias cuchilladas, y fueron de a tres, extasiados, llegando a la cúspide más alta de placer y felicidad que hubieran subido nunca, a clavarle cada uno por lo menos veinte puñaladas, descargando no sólo toda la adrenalina que habían acumulado durante la misión en su atropellada sangre, sino también todo el dolor que ese hombre y su ocupación les había hecho sufrir en esos que habían sido de lejos los peores días de sus vidas. Y ahora todo eso terminaba, el paraíso volvía, 7 volvía a sus legítimos ocupantes, que no habían recibido la ayuda de nadie, que se lo habían ganado con sus propias manos, ahora manchadas de sangre, de sudor y de lágrimas ante la misión cumplida.
Entonces todos se quitaron los bozales y todos festejaron a los saltos otra vez, como la primera en que pisaron esa casa, pero ahora con la redoblada felicidad de haberla recuperado en todo su esplendor luego de sufrir su falta, y todos parecían presentir que ahora vendrían los tiempos felices de verdad, que esto recién comenzaba, y que ya nada en el mundo les quitaría el paraíso de 7.

Luego del festejo, o mejor dicho, entre los festejos, comenzaron a cortar la carne, a despellejar, a destriparla y limpiarla de vísceras, comandados por el diestro Hernán que había vivido en el campo y sabía de sobra cómo hacer todo aquello. Y mientras tanto, tanta era la ansiedad, tanto era el rebozo de entusiasmo que brotaba de todos y cada uno, otros empezaron a hacer el fuego con lo que encontraron a mano, ya que no se podía ir a comprar carbón a esa hora. Como faltaba leña tuvieron que desarmar algunas sillas, mal menor, ya las repondrían pronto con las de sus casas, y cuando el fuego estuvo listo los impacientes les arrebataron a los laboriosos las presas, estuvieran ya preparadas o no, y un rato más tarde todos comieron el asado más exquisito que hubieran soñado jamás que podía existir, sin ensalada, sin cubiertos, sin pan siquiera, chorreándose las manos hasta los codos con el jugo de esa carne suprema, la carne de la gloria, el asado de la vuelta a 7.




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