las preguntas de los chicos

Papá, ¿qué es la histeria? preguntó el inocente jovenzuelo acercándose al sillón donde su padre descansaba. Éste sonrió ante la pregunta, precoz quizá, de su hijito y lo miró con ternura mientras murmuraba “la histeria…” Pero de pronto borró su sonrisa y abrió redondos los ojos con sobresalto, “¿qué es la histeria?”. Se levantó de un salto para correr a la cocina y pedirle a su mujer que le quitara ese repentino puñal que él no llegaba a atrapar. Cuando la encontró le preguntó sin preámbulos ni más indicaciones ¿qué es la histeria? y parecía que su vida dependía en gran medida de ello. Ella oyó algo aturdida la pregunta y al instante estuvo en la misma situación que su marido. ¿Qué demonios era la histeria? Ella se agarró de los pelos y apretó los dientes empezando a resoplar con gran fuerza mientras él hinchaba como globos los pulmones para contener los bríos que se acumulaban en sus músculos. Al fin ella le dijo: “Pará, ya sé: llamemos a mi mamá. Ella nos va a decir”. Mucho antes de que acabara de decir estas palabras su esposo había salido corriendo de la cocina, tropezándose con sus pasos, para llegar al teléfono. Pero éste, que era inalámbrico, no estaba en su base, por lo que no era tan fácil llegar a él. Revolvió los sillones, tiró las cosas que estaban sobre la mesa y en los estantes de la gran estantería sin resultados. ¡No lo encuentro! le gritó a su mujer que, habiendo oído la búsqueda, se había sumado a ella desde la cocina. Pasó a otra sala donde repitió los pasos con más velocidad y torpeza y con igual resultado; ella ya estaba en el baño, abriendo y cerrando cajones sin orden ni explicación alguna. Las fosas nasales del padre empezaban a emitir un silbido curioso y su cabello de alguna forma se había revuelto como por un fuerte viento. Volvió a la sala y al pasar junto a su hijito, lo vio mirándolo con grandes ojos de asombro y con el teléfono entre las manos. “¡Ah, lo tenías vos pendejo! ¡No te das cuenta que lo estamos buscando!” Se lo arrebató de un zarpazo y empezó a marcar números sin coherencia; cortaba, volvía a marcar, no podía llamar a ningún número. ¡Tomá! le gritó a su mujer quien en menos de un segundo apareció atropellada por sí misma con la cabellera en el mismo estado. Tomó el teléfono y le temblaban las manos. Demoró una eternidad en marcar bien el número de la casa de su madre, y esperó y esperó, mientras comprendía que empezaba a orinarse y los tonos seguían sonando una vez por siglo. Al fin dijo ¡no puedo más! y salió corriendo al baño chorreándose entre las piernas justo cuando su madre, a quien siempre le costaba llegar al teléfono, lo estaba logrando. Su marido, que contempló todo esto manteniéndose al margen a duras penas y con el silbido cada vez más audible en la nariz, empezó a tiritar pálido y sudoroso y dijo qué carajo es la histeria. Sus palabras fueron su decisión y salió al pasillo del edificio; llegó a la puerta del vecino del D y apretó el botón del timbre hasta romperlo. El timbre quedó trabado y no paró de sonar mientras un molesto señor Benítez abría la puerta. Casi lo agarró de las solapas que su camiseta de entrecasa no tenía al preguntarle ¡qué es la histeria!, para ver los ojos del vecino perderse en una búsqueda inmóvil que olvidó rápido la ofensa y lo fue ganando y preocupando. “La histeria…” repetía Benítez sordo por completo al insoportable chillido del timbre que llamaba a la señora a Benítez a llamar al señor Benítez. Apareció ella en la puerta saludando brevemente al vecino bienhechor y antes que pudiera decirle nada a su marido éste le dijo histeria, qué era la histeria, y ella se olvidó también del timbre provisoriamente hasta dar con esa palabra con la que no dio. Benítez se empezó a preocupar en serio, y más cuanto que tenía problemas cardíacos y no le sentaba bien preocuparse; a todo esto el primer hombre, que se llamaba Roberto, ya estaba golpeando todas las puertas del pasillo como un lobo hambriento y la primera mujer, que se llamaba Hortensia, que ya había solucionado su problema úrico, salía corriendo como una pantera alegre para ganar el ascensor e ir a buscar ayuda a casa de su viejo profesor de lengua y literatura, quien no tenía teléfono. Las gentes salieron al pasillo, muchos armados con palos o revólveres por las dudas, y todos oyeron la pregunta y se sumieron en una ignorancia que no puede suprimirse, con grandes niveles de angustia, nerviosismo e irritación. Todos guardaron prudentemente sus armas antes de precipitarse escaleras arriba y abajo buscando la respuesta que calmara todos sus dolores como un mágico bálsamo. El edificio se alborotó por completo, y por todas partes se oía cada dos palabras el término histeria, cada vez más agudo, más ronco y estrepitoso. Hortensia salió a la vereda y empezó a correr despavorida por la mitad de la calle más o menos vacía de la noche, con una sonrisa cadavérica dibujada en su rostro medio amarillo medio verdoso, con las polleras flameando por su cintura. La gente que se detenía a verla pasar no dejaba de oír sus palabras “la histeria, la histeria, la-ra-la li la lá, qué es la histeria qué es la histeria” y luego de un tiempo de que ya había pasado seguían todos en el mismo lugar masticando las palabras y preguntándose qué era la histeria. Poco a poco sus miradas se topaban entre sí y de pronto la calle entera se encontraba reunida por una sola situación. Ya un joven empezaba a gritar ¡histeria, histeria!, ya un anciano se agarraba la cabeza porque no podía conseguir acordarse de la palabra y estaba más allá del hartazgo de que le pasaran esas cosas, ya una adolescente empezaba a rugir y a arrancarse las mangas del pulóver. La pregunta se difundió por la calle en todo el recorrido de Hortensia quien terminó inconsciente en la esquina de Domingo Matheu y Córdoba tras tropezar con un adoquín y golpearse la cabeza y luego en forma radial por los espectadores de su carrera, y también se propagó por vía telefónica hacia otros puntos lejanos de la ciudad y hacia otras ciudades de la provincia y del país, desde los departamentos del edificio primero. Hombres y mujeres invocaban a padres, madres, hermanos, tías, amigos doctos en la lengua, viejos sabios, jóvenes estudiantes, mentirosos tranquilizantes, y lo único que lograban era expandir el problema geográficamente. Como era de noche, algunos llamaron a otros países buscando bibliotecas, academias o universidades abiertas, y el problema se hizo internacional. Los empleados que atendían las llamadas pronto estaban recorriendo los establecimientos a los gritos o sacándose mechones de pelo con las manos o teniendo colapsos nerviosos, iniciando nuevos focos que se expandirían como el fuego sobre paja seca. En todas las ciudades, grandes y pequeñas, del Sur y del Norte, la gente empezó a salir a la calle desesperada buscando una respuesta. Los canales de televisión debieron interrumpir sus emisiones porque los llamados eran incesantes y en los estudios todos oían la pregunta y no podían sino preguntarse por todos los santos de la puta madre qué mierda es la histeria. La pregunta salía al aire en noticieros, emisiones deportivas y programas de entretenimiento, en las radios, en el viento, el bullicio en las calles crecía, y en los centros de las grandes ciudades la inquietud se aglomeraba tanto que estallaban por doquier luchas sanguinarias, saqueos, ataques a edificios públicos y grandes hogueras en esquinas y parques alrededor de las cuales danzaban multitudes enardecidas, y las fuerzas del orden no los reprimían porque todos sus efectivos daban vueltas por el suelo o saltaban de los techos de patrulleros y edificios o estaban danzando en las hogueras y porque sus jefes y los presidentes y sus ministros se estaban ahogando en la piscina o rompiéndose la cabeza contra los muros del jardín de la fiesta que celebraban junto a las bailarinas del gran teatro que trepaban como reptiles las paredes de la gran residencia. En las casas de todos los sacerdotes las luces estaban encendidas porque rezaban y rezaban y no paraban de rezar cada vez más fuerte hasta los gritos abriendo de par en par las puertas que daban a los balcones, cayendo varios de ellos irremediablemente, los demás dando sin querer un fervoroso sermón a los fieles que se acercaban. En los mercados, en los cines, en las ferias del mundo el clamor era ensordecedor y las cosas volaban por los aires de un lado al otro. Varios gobernantes quisieron decretar el estado de emergencia o huir de sus jurisdicciones en llamas; varios generales quisieron tomar por las armas el gobierno y varios demagogos liberales aprovechar la situación para atraer a las masas con sus encantos carismáticos, pero nadie podía hacer nada porque les carcomía las entrañas esa pregunta que no podían sacarse de la cabeza ni dejar de repetir salvajemente. El mundo entero estaba despierto y se revolvía con frenesí en la fiebre más tremenda que hubiera visto la historia.

El hijo de Roberto, que se llamaba Paco, que había quedado solo en su casa con la puerta abierta y solo en el edificio silencioso salvo por un timbre que no cesaba, oyendo poco a poco crecer el rumor que provenía de la calle abajo y los gritos en la televisión que había quedado encendida, ayudándose con una silla y unos cuantos libros había podido alcanzar el gran diccionario que descansaba en un alto estante de la biblioteca del comedor. Lo bajó hasta el suelo y buscó esa palabra que no sabía qué era. La encontró y, tras reflexionar unos instantes, volvió a jugar a los autitos.